EL PADRE (The Father) UK/ Francia, 2020, Dir. Florian
Zeller.
A cierta edad el
final es muy evidente, aun
en una persona saludable, pues físicamente
el deterioro es notable; y en
muchas ocasiones la mente va
en sincronía. Pareciera un cuento
de horror, pero nos acontece que envejecemos a
diario, lo vemos
a nuestro alrededor. Si tenemos
suerte, todos envejeceremos para cerrar un ciclo divino. Si nos
asomamos al espejo
éste nos lo grita. De
repente un día amanecemos viejos
y decadentes. ¡Horror…! Ya vimos ese proceso muchas veces también
en el cine. La
película más bella que yo
recuerdo sobre este
asunto es Amour (Michael Haneke, 2013), donde
la pareja de la anciana
ve cómo ella
se va extinguiendo poco a poco.
La vida es
una maravilla natural, la
que sea y como
sea. Está usualmente llena de color
y de
cosas bellas y también terribles, de lo justo y lo injusto. Sea como fuere, el precio hay
que pagarlo tarde
o temprano… todos sabemos
cuál es y no hay
escapatoria.
Otra historia de algo tan natural como el advenimiento de la tercera edad llegó a
la pantalla grande hace unos
días ―es increíble que
todavía podamos asistir
a las salas de cine, algo
de lo que me congratulo ampliamente―. La amorosa y
paciente Anne (Olivia Colman) visita y cuida a su octagenario padre Anthony (Anthony
Hopkins), pero por ciertas
circunstancias ella pronto ya
no podrá hacerlo y comienza a buscar otra cuidadora (la última fue
despedida por el mismo anciano). Más bien, lo que
necesitan es una dama de compañía que pueda cumplir cabalmente
con su difícil tarea.
La producción es
sobria, elegante, contenida, muy lejos
del melodrama que pudiera explotar otro tipo
de cinematografía que no fuera
la inglesa. El duelo
de actuaciones es impresionante: tanto Colman cuanto Hopkins son histriones ya oscareados. Nada nos
sorprendería que alguno de ellos
se llevara otro por estos papeles que parecieran
hechos a la medida. Particularmente me
parece que Miss Colman está
asombrosa, como siempre, su
actuación es tan sutil y
tan poderosa como
el batir de
las alas de
un colibrí. Hopkins, por
supuesto, también está
soberbio, desde El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991) nos tiene de boca abierta. Esta cinta es un compendio de amor, de
la disolución de la
realidad, que nunca sabemos
donde comienza y
donde termina. La temática y
su tratamiento son dignos
de un largo tratado ontológico,
que por supuesto no
voy a desarrollar en este sencillo blog
de cine.
Después de todo, en
gustos se rompen géneros y mi
cometido solamente es
externar mi opinión sobre las películas. Esta es en
especial un bocadillo de
cardenal que no será un éxito de
taquilla, sobre todo
porque los que van
al cine generalmente
son los jóvenes y ellos
no están interesados
en ver películas de “viejitos”, y
todavía peor: con tanto salto entre personajes, y en el
tiempo ("que no se entiende"), y
para acabarla de adornar con “música clásica aburridísma”. Me gusta
mucho la ironía, pero por
supuesto jamás llegaré a los niveles que esta impactante y brutal
producción logra poner en
pantalla, como si
fuera lo más
sencillo del mundo… Todavía sigo impactado, de veras.
El soundtrack cuenta con joyas únicas, de esas de repertorio que solamente están
en la colección
de los conocedores, de los melómanos más cultivados y
exquisitos; no hay nada
pop ni mucho menos
esos horrores que escuchan los
millennials y los centennials y los bueno, mejor me abstengo de decirlo;
tal vez ellos
no tienen la culpa
de ser jóvenes (condición que se
les curará con el tiempo, si es que tienen suerte, claro) en
esta época tan carente de delicadeza, de belleza, de
arte de verdad, en
síntesis: de tan pocas
fulguraciones intelectuales.
Para ver esta cinta, para entenderla y disfrutarla realmente, hay
que tener más de cincuenta
años. Los demás mejor absténganse… ¡con la
pena!
¡Corte y queda…!
MarcH de Malcriado
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