La construcción de monstruos cinematográficos se hallaba en pleno auge; era la “Época de Oro del Cine Mexicano”. El vehículo eran los acercamientos de cámara a los sublimes rostros de los nuevos dioses de celuloide a 35 milímetros en blanco y negro, para ser adorados dentro del marco de un México forzadamente arquetípico y tan imposiblemente idílico e inocente, que por supuesto estaba muy lejos de ser real. Esa concepción obviamente nunca existió. Semejante preciosidad sólo era generada por la mente de los geniales realizadores de la industria cinematográfica azteca, a semejanza de los calendarios de Jesús de la Helguera de la pareja erguida con los volcanes de fondo. El templo eran las salas de cine.
Si Garbo, Dietrich, Haworth, Cooper, Gable y Grant esparcían los sueños de Hollywood, su contraparte al sur, a 2,500 km de distancia, en la Ciudad de México, lo hacían otros histriones que filmaban en locaciones diversas, pero sobre todo en los estudios San Ángel Inn, Churubusco, CLASA, Tepeyac y América. Esas estrellas eran: Andrea Palma, Elsa Aguirre, Dolores del Río, María Félix; Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, David Silva, Pedro Infante y Arturo de Córdova, por nombrar únicamente a los más rutilantes y cuya presencia en pantalla era igual de espectacular y a veces mucho más. Los argumentos que se rodaban eran historias urbanas con personajes citadinos, mientras que las producciones de corte campirano trataban de afirmar y reafirmar la identidad de los mexicanos en pueblos y haciendas de ensueño donde las debilidades humanas y las pasiones alcanzaban el paroxismo al son de las canciones y los números musicales (muy estilizados) del folclor nacional. La industria cinematográfica no únicamente promocionaba a nuestras estrellas de cine, sino también un modo de vida y toda una idiosincrasia. Una mexicanidad idealizada que el mundo veía asombrado.
Este melodrama es de dimensiones operísticas, la tensión entre los personajes no cesa un solo segundo del metraje; y uno sabe de antemano, que la tragedia está a punto de desencadenarse en cualquier secuencia, para hacernos sufrir más.
La dignidad, la templanza, la honestidad y la belleza de los protagonistas se verán amenazadas por la envidia, la soberbia y el odio de los antagonistas hasta niveles casi insoportables. El juego ha comenzado y la moneda está en el aire. Las probabilidades de perderlo todo, o ganar, están a la par y a merced de un impredecible destino, que a lo largo de 106 minutos nos mantiene en absoluto vilo gracias a la perfecta dirección y edición de un argumento escrito por el propio “Indio” Fernández y adaptado por Mauricio Magdaleno. La fotografía es de Gabriel Figueroa, que para variar no sólo es espléndida sino preciosista.
Una obra maestra del cine que bien podríamos llamar de “angustia existencial”, porque a pesar de estar enmarcada en un hermoso fresco bucólico nos arroja sin piedad a la maldad mefistofélica de un par de clásicos caciques todopoderosos que hacen gala de su supremacía en un universo cerrado donde ellos, y solamente ellos ponen e imponen las reglas y la ley.
De gran esteticismo y una sencilla pero delirante profundidad Pueblerina es otra de las joyas más exquisitas del cine mexicano. Fue premiada con el Ariel a la mejor cinta de ese año. Los otros galardones los obtuvieron Emilio “Indio” Fernández y Mauricio Magdaleno por Mejor Guión Original, Antonio Díaz Conde por Mejor Música Original, Roberto Cañedo como Mejor Actor y Figueroa obviamente por Mejor Fotografía. No debemos perdérnosla, porque esta cinta es un homenaje total a la valentía y al sacrificio de 2 amantes antológicos del dorado imaginario nacional.
¡Corte y queda…!
MarcH de Malcriado
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