jueves, 26 de noviembre de 2020

EL BAILE DE LOS 41


EL BAILE DE LOS 41 Está basada en uno de los hechos históricos más vergonzantes del siglo XX en México: la redada policiaca en la que detienen por “faltas a la moral y a las buenas costumbres” a un grupo de hombres de la diversidad sexual, como se les llama ahora. © CANANA



EL BAILE DE LOS 41 (México, 2020, Dir. David Pablos) Hace poco escribí por aquí acerca de la más hermosa película mexicana, una de fantasmagoría vampírica (ver más abajo la reseña, si ustedes gustan). Bueno, pues nada hay escrito que sea totalmente definitivo y esta cinta de  un género   distinto bien  pudiera  entrar también  a esa categoría también. Esta es una producción que literalmente nos corta el aliento, veamos por qué: El argumento está basado en uno de los hechos históricos más tristes y vergonzantes del siglo XX en nuestro país, una redada policíaca en la que detienen por “faltas a la moral y a las buenas costumbres” a un grupo de hombres de la que ahora se denomina la diversidad sexual. Así, a través de los  periódicos, da inicio  la denostación, el escarnio y el repudio modernos hacia los hombres homosexuales. Antes de esa famosa redada donde “atrapan” a esa bola de “depravados sexuales”, los llamados “maricones”, no existían referentes mediáticos sobre tal condición. Estudios más o menos recientes teorizan sobre la etiología de la homosexualidad. Que si es genética, que si es adquirida, que si es un vicio, una anomalía o que hay predisposiciones socioculturales que llevan a ella, y mucho más. 

No son objeto de discusión aquí las diversas causas de semejante condición humana natural ―que si no lo fuera, no existiría―; y vaya que ha existido desde que el mundo es mundo. Lo que sí es un hecho es que allí ha estado, de una manera u otra, en todos lados, bien oculta por supuesto, pues la religión judeocristiana la menciona y la condena. Vaya cosa más irónica… pues innumerables altos clérigos, y hasta los más humildes frailecitos y presbíteros, suelen ser de lo más contradictorios en sus costumbres y en la observancia de la “Ley de Dios”, que siempre les ha venido bastante laxa, por no decir guanga. ¿No  será  que  mucha  de la llamada "Ley Divina" sólo es un invento del hombre  para  controlar, asustar o  amedrentar a los creyentes, que claramente no tienen idea de la hermenéutica más  elemental? Pura cuestión humana  de  la  que  casi nadie  puede  escapar. 

Pero en fin, es a partir de la publicación de tal evento, el famoso bailecito, en la  prensa de aquel México de 1901, que la cruenta burla, la denigración y el abierto rechazo hacia los hombres que transgreden, o no obedecen, las reglas del común universo de discurso, llámese: patriarcado, heteronormatividad, intolerancia y un sin fin de construcciones sociales e ideológicas, en una palabra: los llamados “maricones”, son atacados, física, verbal, colectiva y legalmente de  manera más despiadada. Aclaro que dicha palabra no la inventé yo ni tampoco la uso  en  mi  habla cotidiana, sino que es en los mismos diálogos de la película que la mencionan los propios protagonistas porque así lo  estipula el guión. 


El sobrio, joven, rico hacendado y diputado  Ignacio de la Torre y Mier (Alfonso Herrera) ―con  su  característica  cara  de disgusto―, es un ambicioso político, ¿cuál no lo es?, que aspira a escalar puestos de mayor relevancia,  hasta  llegar  a la  presidencia. Sus planes para un mayor desarrollo personal le serán más fáciles de conseguir si además del brillante desempeño en el cargo público que ostenta, se casa con Amada (Mabel Cadena), la linda hija del presidente de México, el general don Porfirio Díaz, que más que presidente era un autoritario dictador imperial. El país se encuentra a las puertas de la modernidad, porque después de todo, Díaz hizo de su dictadura algo muy ambivalente y polarizado; por un lado estaba la despiadada explotación de los indígenas trabajadores del sector agrario en el campo y de los obreros de las cada vez más crecientes zonas urbanas ―algo nada raro a partir de la Revolución Industrial―, por el otro la aristocracia vivía en la opulencia y en un esplendor casi versallesco. Entre  otras  muchas  cosas más, como  el  ferrocarril, hay obras de  su dictadura que permanecen  como verdaderas  joyas de  la  arquitectura mexicana: el  Palacio  de  Bellas Artes, la  Columna  de  la  Independencia, El  Palacio Postal, el Palacio de Lecumberri,  el  Hemiciclo a Juárez  y la Aduana de  Tampico son  algunos ejemplos.  

Los ricos vivían haciendo de las suyas, pero los ricos homosexuales lo hacían en la clandestinidad para divertirse a gusto, lejos de la mirada de los no iniciados, para evitar esas miradas indiscretas y críticas inquisidoras. Ya se sabe, lo exquisito no es para los ojos del vulgo... Se dice que Maximiliano había creado un “club” de señores, por y para señores, una especie de University Club, de esos que abundan en las grandes capitales del mundo; la entrada en ellos era bastante restringida, había que llegar solamente con la invitación y recomendación de uno de los miembros ya afiliados. La secrecía, por  supuesto,  estaba asegurada. En esa cofradía estaban inscritos puros hombres que gustaban de “El amor que no se atreve a decir su nombre”, como lo denominaba de manera tan elegante el dandy de dandies, don Óscar Wilde. Así, entre las reuniones de damas de la alta sociedad (más intrigosas e hipócritas que la tiznada), sus desayunos popof y liviandades similares, se desarrolla a la par una historia de amor y deseo que sorprende inclusive a los mismos actantes,  porque es  entre  dos  varones. Nadie está preparado para conocer el verdadero amor que llega así, de repente, de manera inesperada y por  consiguiente la pasión que enloquece a los enamorados. Don Evaristo (Emiliano Zurita) es un abogado que trabaja recientemente en la Cámara de Diputados. Es un joven guapo, educado, provinciano y tiene todo lo que le gusta a de la Torre; apostura, inteligencia y la elegancia suficiente como para acercarlo a trabajar a su equipo y algo más... 

Mientras la señora de de la Torre se pasa las noches en vela esperando a su marido, éste se la pasa bomba con su amante, al que cariñosamente llama “Eva”. Las sospechas y los celos no se hacen esperar y en conjunto detonan una serie de altercados y problemas domésticos que la llevan al borde del colapso nervioso. ¿Qué situación tan familiar, no…? 

El estupendo guión es de Mónica Revilla. La puesta en pantalla es completamente espectacular, la dirección de arte recreó la época porfiariana de manera deslumbrante. La fotografía de Carolina Costa es verdaderamente magistral en  todo  momento. A pesar de que son muy pocas, hay algunas secuencias que tienden a ser lentas y sofocantes, pero creo que van muy acordes con el tono de la narrativa de un mundo en el que no había prisas, en el que no cabía la vulgaridad y la elegante cadencia de lo sórdido se ocultaba dentro de los tibores de Talavera, los jarrones de porcelana china o bajo las mullidas  alfombras. Cabe aclarar que lo sórdido no es la sexualidad diversa, sino la intolerancia, la discriminación, la homofobia, el machismo, la plutocracia, los celos, los prejuicios, la represión, la persecución de inocentes y, finalmente, la injusticia de ese mundo que iba y venía de chistera abordando tílburis y carruajes tirados por caballos… para ir a trabajar, a tomar el té, a una  fiesta o para reunirse a urdir planes maquiavélicos. 

El suntuoso vestuario no tiene más que aciertos; las locaciones son inmejorables y la banda sonora es muy acertada, hermosa y estremecedora. No hay momento alguno en que se dude de que estamos viendo la realidad de un mundo mítico y perfecto. El arte de contar mentiras, que es el cine, nos lleva a una experiencia estética maravillosa que culmina con el baile de aniversario. Nunca se  había visto en el cine mexicano tal perfección de movimientos de cámara, de edición, de actuación ―como cuando de la Torre (Herrera), ya  sin  su sempiterna  cara  de  palo,  se prepara en el espejo con su vestuario para la gran celebración―,  pues  el  protagonista logra transmitir una verdadera descarga eléctrica que se ve muy pocas veces en la cinematografía mundial. Ese joven Herrera es, finalmente, un monstruo de cine que será premiado muchas veces, ya lo veremos el año que entra en los diversos festivales a donde llegue la película. 

La sincronía, el gozo, la libertad, la realización lúdica y ontológica del Ser especial de los 42 personajes, es en su conjunto una total adoración y devoción a los  dioses Eros y  Baco; una indiscutible ascensión a la divinidad de lo estrictamente apolíneo. La emoción se desborda y deja al público perplejo, y aunque la sala desde el inicio permaneció en silencio todo el tiempo, en esa climática secuencia creo que todos dejamos de respirar, y mucho más los que amamos ir a los templos del celuloide a extasiarnos con la belleza del séptimo arte,  y  hablo  de verdadero  arte. 

En El baile de los 41 se sintetiza, sin pretensiones mesiánicas, toda la maestría que el cine mexicano ha ido acumulando desde sus inicios; desde que los mismísimos hermanos Lumiére vinieron a México en  1885 a mostrar y promocionar, ante Porfirio Díaz y toda su corte, el invento que iba a revolucionar de  una  vez  y  para  siempre nuestra visión y comprensión del mundo: el cinematógrafo. 

Me maravillo de que todavía, aun en esta época, con todo y todo, podamos asistir a las salas de cine a soñar, a sufrir, a emocionarnos y a aplaudir la comedia y  la  tragedia humana. 

¡Corte y queda…! 

MarcH de Malcriado

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